El aire en la isla, antaño perfumado de salitre y sol, se ha vuelto denso y expectante. Los días lluviosos han convertido las calles en ríos desbordados, inundando avenidas y acallando rumores de resistencia. Bajo la careta de “modernización democrática” ha surgido el Ministerio de la Verdad: la “Ley Orgánica sobre Libertad de Expresión y Medios Audiovisuales”. Un título tan perfecto en su hueca promesa de libertad que evoca los pasillos de Oceanía, donde la palabra “libertad” se define por decreto.

Este organismo, bautizado como INACOM, se presenta como guardián benévolo de la comunicación, pero encarna la vigilancia del Gran Hermano. Con autonomía funcional y financiera, adscrito al Ministerio de Cultura, sus atribuciones rozan la omnipotencia: examinar cine y espectáculos, regular internet y calificar cualquier obra según “buen uso del lenguaje” y “respeto a los símbolos”. Todo un eco de la Policía del Pensamiento y de la Neolengua diseñada para domesticar la mente.

Aunque la ley proclame la “prohibición de censura previa”, introduce de inmediato la noción de “responsabilidades ulteriores”: una espada de Damocles sobre cada palabra. Prohíbe la censura indirecta, pero empodera a INACOM para estrangular económicamente a medios disidentes a través de multas, suspensión de licencias y limitaciones arteras de frecuencias. El principio de “tolerancia a la crítica” suena vacuo cuando el aparato legislativo se arma con sanciones para quien ose desenmascarar sus deficiencias.

En el ámbito digital, esa brecha de aparente libertad, las plataformas deben ajustarse a “estándares internacionales” y a este decreto dominicano. Deben levantar el telón de sus algoritmos, notificar cada eliminación de contenido y tramitar apelaciones. A primera vista, transparencia; en la práctica, un ejército de censores auxiliares obligados a obedecer cada mandato del Ministerio de la Verdad local. La desindexación, aunque sujeta a orden judicial, abre la puerta para borrar voces incómodas sin advertir al público.

Hasta el anonimato, nuestro último refugio, se tambalea. Si un seudónimo “afecta” el honor o la intimidad, el director de medio debe revelar la identidad del autor. El secreto profesional del periodista, otrora inviolable, queda expuesto a la presión de un sistema diseñado para desenmascarar al disidente.

Las sanciones—clasificadas en leves, moderadas y graves—imponen multas calculadas en salarios mínimos y suspensiones de transmisión. Difundir mensajes que “denigren la dignidad humana” se convierte en falta grave, pero la ley calla quién define la ofensa: ¿los técnicos de INACOM? ¿bajo qué vara política o moral?

En sus considerandos, la ley cita pactos internacionales y resoluciones de la ONU como si fueran escudo ético; en su articulado, edifica pieza a pieza un engranaje reminiscentede el Ministerio del Amor: regula, supervisa y redefine la libertad hasta vaciarla de significado. Al igual que en 1984, no se trata de eliminar la expresión de golpe, sino de someterla a un laberinto de reglas y controles que convierten la palabra libre en mera reliquia ornamental.

La Neolengua ha desembarcado en la Dominicana Media Isla, y bajo su substrato de “progreso” se fragua el silencio. Solo queda preguntar: ¿quién se atreverá a desafiar al Ministerio de la Verdad dominicano antes de que esta Ley borre, un decreto a la vez, nuestra propia historia?