De los 195 países reconocidos internacionalmente, que en conjunto albergan a cerca de 8.000 millones de personas, aproximadamente el 60% otorga la nacionalidad basándose en el jus sanguinis o derecho de sangre [1][2]. Este principio legal establece que la ciudadanía se adquiere por descendencia, es decir, a través de la nacionalidad de los padres, independientemente del lugar de nacimiento. El restante 40% de los países aplica el jus soli o derecho de suelo, otorgando la nacionalidad a quienes nacen en su territorio sin considerar la nacionalidad de sus progenitores [1].
Si analizamos la población de cada país, más del 75% de los habitantes del mundo viven bajo regímenes de jus sanguinis [2]. Países con poblaciones masivas como China e India siguen este sistema, lo que contribuye significativamente a este porcentaje elevado. En contraste, naciones como Estados Unidos, Canadá y varios países de América Latina aplican el jus soli, pero su población combinada es menor en comparación con los países que adoptan el jus sanguinis.
Desde una perspectiva conservadora, el jus sanguinis es fundamental para preservar la identidad nacional y los valores culturales que definen a una nación. Este principio legal asegura que la ciudadanía y, por ende, los derechos y responsabilidades asociados, se transmitan a través de lazos de sangre y herencia cultural. Al mantener la nacionalidad dentro de un linaje familiar, se fortalece el sentido de pertenencia y continuidad histórica de un pueblo [3].
La aplicación del jus sanguinis también puede ser vista como una medida para proteger la cohesión social y mantener la homogeneidad cultural de un país. En un mundo cada vez más globalizado, donde las migraciones masivas pueden alterar la composición demográfica de las naciones, este principio actúa como un mecanismo de defensa de las tradiciones y costumbres ancestrales [4]. Al limitar la adquisición de la nacionalidad a aquellos con vínculos sanguíneos, se preservan las lenguas, religiones y prácticas culturales que son esenciales para la identidad nacional.
Además, el jus sanguinis puede ayudar a evitar conflictos sociales y tensiones que pueden surgir de la integración forzada o apresurada de grandes poblaciones de inmigrantes. Al asegurar que quienes adquieren la nacionalidad compartan una herencia cultural común, se facilita la armonía social y se reducen las posibilidades de fracturas internas [5].
Es importante destacar que esta postura no busca discriminar o menospreciar a los inmigrantes, sino más bien enfatizar la importancia de proteger la soberanía nacional y el derecho de cada país a definir las condiciones bajo las cuales se otorga la ciudadanía. El jus sanguinis ofrece un marco legal que respalda estos objetivos, permitiendo a las naciones conservar su esencia y legado histórico.
En conclusión, el predominio del jus sanguinis en la mayoría de los países del mundo refleja una tendencia a valorar la herencia cultural y los vínculos familiares como pilares de la identidad nacional. Desde una óptica conservadora, defender este principio es esencial para mantener la integridad y continuidad de las naciones en un entorno global cada vez más cambiante.
referencias:
[1]: Vink, M. P., & De Groot, G.-R. (2010). *Birthright Citizenship: Trends and Regulations in Europe*. Comparative Report. Disponible en línea: https://cadmus.eui.eu/handle/1814/19641
[2]: United Nations Department of Economic and Social Affairs. (2019). *International Migrant Stock 2019*. Disponible en línea: https://www.un.org/en/development/desa/population/migration/data/estimates2/estimates19.asp.
[3]: Smith, A. D. (1991). *National Identity*. Penguin Books.
[4]: Miller, D. (2005). *Immigration: The Case for Limits*. En A. I. Cohen & C. H. Wellman (Eds.), *Contemporary Debates in Applied Ethics* (pp. 193-206). Blackwell Publishing.
[5]: Huntington, S. P. (2004). *Who Are We? The Challenges to America’s National Identity*. Simon & Schuster.